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martes, 5 de abril de 2011

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Escapar de mi cuerpo

A los diecisiete años decidí escapar de mi cuerpo. Por aquel entonces, empecé a dejarme el pelo largo y a llevar ropa más ajustada. Celia, mi mejor amiga, me ayudaba a elegirla. Ella sí me comprendía. Dos o tres veces al mes, cuando nos quedábamos a solas en su casa, aprovechábamos para transformarnos en quienes realmente deseábamos ser. Nos asombrábamos de los cambios al perfilarnos los labios y probarnos las pelucas de su madre. ¡Cómo pasaba el tiempo, las horas eran minutos! Desgraciadamente, cuando escuchábamos el sonido de la llave en la puerta de entrada, todo terminaba. El sentimiento de ser única se disolvía. Camino de casa volvía a ser Mario y, eso, me machacaba. Ya no podía aguantar más. Me sentía hueca. Necesitaba de una vez por todas gritar a los cuatro vientos quien era, ser yo misma en público siempre.

            Carne de gallina al pensar en la educación física. De primero de Bachillerato tengo recuerdos relacionados con sketchs. Celia, Vera y yo, llevábamos dos semanas ensayando por las tardes en mi garaje. ¡Vaya si le pusimos empeño! Aquello me gustaba. Representar me iba como anillo al dedo. No era como las pruebas físicas, que por cierto, nunca entendí. ¡Cuántas veces contuve mi rabia! No sólo por su crueldad, siempre te estaban comparando, sino porque odiaba tener que ajustarme a un baremo que reafirmaba precisamente el cuerpo masculino que yo no deseaba. Para no hacerlas fingía lesiones. Un día el tobillo y otro la espalda. Qué decir de los días que practicábamos deportes. No logro quitar de mi memoria a los dos capitanes, yendo y viniendo, eligiendo a los miembros de los equipos. Primero a los mejores y al final a los peores.  Siempre la última. ¡Era agonizante! estar sentada, esperando y esperando, quedan tres personas, quedan dos personas. Fue realmente traumático. Además, no quería ir con los chicos porque me ignoraban. Durante los juegos era invisible y casi nunca me pasaban. Me decían que tenía que ir con las chicas. No es que me supiera mal, en el fondo prefería estar con ellas, pero los comentarios a mis espaldas eran del tipo, ‘este es mariquita” o “no eres normal”. A veces se reían de mí. Recibía burlas sobre mi cuerpo. Eso me hacía muchísimo daño. Soy de las que piensan que la colectividad perdona mucho menos a un niño afeminado que a una niña masculina. También me viene a la memoria el problema del vestuario. Desde que cruzaba la puerta me parecía una zona terrible. Tener que desvestirme delante de otros chicos que no hacían otra cosa más que comparar sus cuerpos, o delante del profesor, que siempre comprobaba que los alumnos se duchaban. Me veía obligada a adoptar un rol masculino, algo incómodo para mí. 

 Todo comenzó cuando la profesora sustituta de Educación Física dijo nuestros nombres:

    Venga, el grupo siguiente y no perdamos tiempo, que vamos con retraso. Celia, Vera y Mario. Título del sketch, ‘Tránsito’.

Se llamaba Luz y era interina. No acabó el año, estuvo unos tres meses creo recordar. Ojalá se hubiera quedado todo el curso. Como era de esperar estaba en el vestuario masculino. Me temblaban hasta las cejas. Por fin, aunque fuera en una representación, iba a ser mujer ante un puñado de miradas. ‘Tránsito’ me permitía el lujo de mostrar mi verdadero yo. Me armé de valor. Abrí la vieja puerta del vestuario y salí. Había dos biombos hechos de madera. En realidad, eran dos marcos de puerta recubiertos por una tela negra cada uno, de manera que, si nos colocábamos detrás, no nos podían ver. Estaban separados, más o menos, dos metros uno del otro. Es decir, entre ambos había un espacio libre. La idea era pasar, mejor dicho, transitar entre el espacio creado por los biombos. Cada una de nosotras interpretábamos un personaje. Celia era la ciclista imprudente, Vera la masajista nerviosa, yo, la bailarina resfriada. ¡Vaya cuadro!, pero fue fantástico, estar ahí durante un par de minutos, descalza, con las uñas de los pies pintadas, mis mallas, los labios rojos, el pañuelo rodeando el cuello, mis pendientes favoritos y venga estornudar. Me puse un sujetador con relleno para insinuar pechos, aquellos que invadían mis sueños por las noches. La gente se sorprendió pero reaccionó mucho mejor de lo que imaginabamos. Aunque tuve que aguantar algunas burlas de los de siempre, muchas de mis amigas me felicitaron. Luz también nos felicitó entre los aplausos. Un hecho que llamó mi atención fue que no pasara por alto el comentario despectivo que hizo un compañero ante mi persona. Dijo delante de todo el grupo que volviera a pensar sus palabras. Recuerdo que al acabar la clase estuvo conversando con él. Siempre he tenido curiosidad en saber qué hablaron. Aquella mañana fue inolvidable, punto y aparte en mi identidad. Tanto que decidí, tras comentarlo en casa con mi familia y, esto no fue nada sencillo, que era el momento de empezar poco a poco, día a día, a ser Mar. Quería vivir como una mujer, porque era una mujer. Me embarqué, por así decirlo, en un viaje a un país extranjero, una aventura sin retorno para la cual sólo anhelaba disponer de un billete de ida.

La relación con Luz era fluida. La primera vez que hablamos a solas, parecía que nos conocíamos toda la vida. Estuvimos quedando un par de semanas durante los recreos. Se sorprendió cuando le dije que me angustiaba convertirme en un hombre. Le conté cómo odiaba que mi vello facial empezara a crecer, que detestaba los pelos en piernas y brazos y que no me gustaba mi voz profunda. Me comprendió perfectamente y fue sincera conmigo. Le llamaba la atención mi situación. Nunca había tenido una alumna así y desconocía la manera de ayudarme. Parecía muy preocupada por atender mis necesidades. Al menos, me escuchaba. Antes de dejar el Instituto me proporcionó información sobre una asociación de Madrid y me regaló, ‘El salt de l’àngel’ y ‘El enigma’, dos autobiografías de mujeres transexuales. Las devoré en cuestión de días. Fue impactante descubrir que mi vida privada era una réplica de las vidas de otras personas. Gané confianza. Con todo, mi viaje dio un giro de ciento ochenta grados al reincorporarse el profesor. Fue muy duro. Me había prometido a mí misma que no pararía hasta eliminar al hombre que, por equivocación, había en mí. Convertí en una prioridad comenzar a mostrar mi nueva identidad. Sabía que no podía hacerlo de la noche a la mañana, el cambio sería lento. Necesitaba depilarme, hacerme las uñas, perfumarme, cambiar gestos y posturas. Una mañana, después de mucho meditar, decidí ir a clase con pendientes de clip. Era lo mínimo que podía hacer para ser coherente con mi cuerpo, mis deseos, mi vida. Antes de salir de casa me detuve ante el espejo, me puse uno, me puse el otro. Al ver mi rostro reflejado, sentí satisfacción y suspiré pensando en el futuro. Durante el trayecto hasta el Instituto las miradas eran puñales en mi espalda. Intentaba no ir cabizbaja. Pisé el vestuario sin decir nada a ninguno de los chicos. Entre el murmullo escuché una voz que decía, “¡qué asco!”. Salí andando y me senté en el banco de madera donde habitualmente el profesor de educación física pasaba lista para comprobar la asistencia a clase. Sucedió muy rápido, unos segundos que  fueron eternos:

    ¿Mario Marzo?
    Sí, presente.
    ¿Qué es eso?, ¡quítate esos pendientes!
    No.
    He dicho que te los quites. ¡Dámelos!
    No, no puedo.

Creo que pensó que era una broma y una insolencia por mi parte. Rogó varias veces que me los quitara. El grupo enmudeció. ‘Solo son unos pendientes, solo son unos pendientes’, me decía a mí misma. Me negué a quitármelos y sufrí las consecuencias. Fui expulsada de clase. Me sentí fuera de lugar. Estuve dos semanas sin aparecer por el Instituto y caí en una profunda depresión.

Hoy cumplo 34 años y sigo escapando de mi cuerpo. Desde hace dos años tomo hormonas femeninas y visto y vivo como una mujer. Aparte de los cambios de humor, la hormonación ha redistribuido mi masa corporal. Mis caderas son más redondeadas, he perdido corpulencia en brazos y espalda, la piel la tengo más suave y los pechos empiezan a desarrollarse aunque todavía tienen un largo camino que recorrer. Mi pene y mis testículos parecen más pequeños y hace meses que las erecciones han cesado. Aunque he meditado profundamente, no tengo clara la posibilidad de someterme a una operación de reasignación genital. El proceso es largo y física y psicológicamente doloroso.

En general, soy feliz de ser una mujer. Sin embargo, en algunos lugares sigo topándome con situaciones difíciles, por ejemplo, cuando voy al gimnasio a hacer yoga. Estoy allí con el resto, satisfecha por realizar todos los ejercicios, a gusto con mi cuerpo y cuando entro en el vestuario, siempre está ahí, la ducha sin puerta. Tengo que esconder mis genitales, mentir, decir que me voy a duchar a casa aunque me muera de ganas por salir fresca como cualquiera. Para mí, ser una más, a veces es imposible.